25 noviembre 2007

Con la vaca atada

Dos inventos cambiaron la historia de Argentina, el alambrado y el barco frigorífico. Con el primero de ellos consiguieron ordenar la propiedad y transformar la llanura pampeana donde el ganado campaba a sus anchas. Con el segundo se pudo exportar la carne que hasta entonces se salaba para poder conservarse. Nacía la oligarquía agrícola argentina.

Parece un pequeño detalle sin importancia en la historia de un lejano país pero viene a cuento pues es el origen de la historia que voy a contar. A finales del siglo XIX y principios del XX, cuando tienen lugar en Mallorca el mas importante flujo migratorio huyendo de las necesidades hacia las Americas, la clase terrateniente argentina viajaba en transatlánticos de lujo al viejo continente.

Se publica estos días un libro (“Los años dorados” 1889-1939 de Alberto Dodero y Philippe Cros) que ilustra con fotografías esa época perfecta y dorada para el país. Una nota en el suplemento de cultura de un diario argentino llamado La Nacion me impulsa a contarlo. Ha pasado un siglo y las tornas cambiaron (y de que manera) pero eso solo amplifica mi perpetua fascinación por entender la inconmensurable riqueza que parió a este lejano país. El que haya visto con sus propios ojos la majestuosidad, tamaño y belleza de calles y avenidas atiborradas de edificios públicos y privados que quitan el hipo, entenderá de lo que hablo. Y no hablo de la tecnología agrícola, en la vanguardia mundial y de la magnitud de los campos. Es otra historia.

Anclada en la memoria de sus habitantes sigue esa belle epoque. Como un tiempo perdido que ha de volver quizás algún día. Mas de un argentino fuera de su país seguramente tiene ensoñaciones que le harán mirar su pasaporte con orgullo. Algún día será un objeto preciado y no ese librejo azul mirado con desprecio por chupatintas de mostrador. Oso pronosticarlo.

Como decía, en esos años las familias Anchorena, Alvear, Alzaga y otras tantas antes de zarpar en transatlánticos de lujo mandaban a la servidumbre cambiar toda la ropa de cama de la compañía naviera por la de hilo, la de ellos. Jugaban al tenis y al golf en cubierta, nadaban en piscinas estilo Art Deco. Viajaban con las institutrices de sus hijos que eran educados en francés e ingles, sin acento. Llegaban a Paris y entraban en Van Cleef como pedro por su casa. En esa época los parisinos se referían a la gente rica con la expresión: “il est riche comme un argentin”. En Europa se codeaban con príncipes y presidentes y se repartían el país, gobernaban desde sus estancias. Llama la atención el señorío que cultivaban viviendo entre el campo, sus palacetes en Buenos Aires y en el viejo mundo.

Hace meses vimos la extraordinaria obra teatral “el niño argentino” de Mauricio Kartun. En la misma, que transcurre en la bodega del trasatlántico, el chico, hijo de papa, ya mayorcito baja cada día a charlar, reírse de el y divertirse con el gauchito que cuida la vaca. ¿Qué vaca? Pues la que se llevaban viva para tener leche fresca durante el largo viaje.

Los ricos argentinos siguen existiendo y sus mansiones y propiedades hacen palidecer a cualquier rico europeo. De ahí que se mantengan dos expresiones originarias de la época: “viajar con la vaca atada” o “tirar la manteca (mantequilla) al techo”

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